2023/11/10

Olmeda de la Cuesta, una oda al buen gusto.

 

“La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”.

Camilo José Cela.

 

No figura Cela entre mis autores predilectos, ni tan siquiera entre la pléyade de escritores a los que sigo en mis ratos de asueto literario, a los que procuro hacerles un seguimiento permanente una vez han dejado constancia de su proverbial pluma en mi bagaje personal. Y, aun así, ratificándome en la frase con la que abro este texto, “Viaje a la Alcarria” no deja de ser uno de mis libros de referencia. Quizá sea por la historia que cuenta; o tal vez sea por cómo lo cuenta. De lo que sí estoy seguro es que me apasiona por los lugares que recorre y su espléndido retrato de la realidad coyuntural que vivió Cela en aquella España Rural de 1946, quizá aún vigente en muchos lugares de esta parte de Castilla que muchos, erróneamente, conocen como España Vaciada.

Los libros nos eligen a nosotros, y no al revés.

Algo parecido decía Carlos Ruíz Zafón en “La sombra del viento” (cito de memoria), un libro que leí en la noche de los tiempos y que marcó parte de la última etapa de mi juventud. Aún hoy, entre mis propósitos de año nuevo mantengo la esperanza de una nueva visita a la vida y milagros de Julián Carax que anhela conocer Daniel Sempere. Pero, volviendo a Cela, suscribo al 100% la afirmación referida. Fue “Viaje a La Alcarria” quien me eligió a mí; no yo a ella. Tal vez porque una parte de mi yo es feliz cuando vislumbro la orografía alcarreña. O por lo misteriosos que me resultan sus caminos y paisajes. Sea como fuere, es una zona en la que disfruto y que me permite poner en el debe del Premio Nobel de Iria Flavia su limitada visión de tan maravillosa comarca, que no se ciñe solo a la provincia de Guadalajara. Madrid y Cuenca son las otras dos provincias en las que La Alcarria extiende sus redes, dividiendo los terrenos serranos del Sistema Ibérico con las Llanuras Manchegas.

En algo sí estoy de acuerdo con Cela: La Alcarria es un país al que la gente no le da la gana ir, pero que merece una, o varias, visitas. Por eso, cuando los caprichos del tiempo y la vida familiar me lo permiten, me adentro en territorios inhóspitos para el común de los mortales, espacios que antaño fueron considerados lugares de partida sin regreso, pueblos de origen con futuros inciertos de los que parecía más prudente abjurar por miedo a ser considerados, en la gran urbe, pueblerinos con ínfulas de grandeza. De los pueblos había que salir porque no había futuro. Y La Alcarria no sólo no fue una excepción, sino que pagó un alto precio a cambio de inciertas oportunidades con resultados dispares.

Esa Alcarria, la que visito, en la provincia de Cuenca, es en la actualidad uno de los territorios más despoblados de Castilla-La Mancha, de España y de Europa, una de las zonas consideradas desierto demográfico por la Unión Europea que merecen conocerse, visitarse y, sobre todo, mejor suerte para el futuro. Por eso, en días pasados, me dio la gana de volver a recorrer esas tierras, con un agradable paseo por la localidad de Olmeda de la Cuesta, en el corazón de la Alcarria conquense.

He dejado el coche a la entrada del pueblo, en una de las calles que da acceso a la plaza Mayor.

Me recibe una mañana de otoño tibia, con un sol tenue que lucha por quitarse de encima algunas nubes propias de la época, pero al que alguna que otra brisa le resta unos grados. Se agradece el sol cuando aparece, aunque reconozco que el otoño es mi estación favorita. Sus estampas son inigualables, y en el entorno de Olmeda de la Cuesta lo son aún más.

He visitado el pueblo en varias ocasiones, siempre como parte de alguna obligación profesional. Esta vez será diferente, y voy a disfrutarlo.

Me gusta aspirar el aire del lugar cuando bajo del coche. Es fresco y limpio. Se agradece. En el olor percibo una mezcla de humedad -relente que diría mi madre-, frío y leña, dejando constancia de que, aunque con escasos habitantes, en el pueblo hay gente. Por eso me niego a llamar a esta parte de mi país España Vaciada, o España Vacía, como hiciera Sergio del Molino, porque tal vez esté poco habitada pero no está vacía, ni de gente ni de ideas, que es el motivo principal por el que visito este pueblo.

Olmeda de la Cuesta es un ejemplo de buenas prácticas en el medio rural; una especie de banco de pruebas en una comarca semi olvidada que ha pasado a convertirse en algo así como un pueblo- museo al raso; un lugar para recordar en mitad de la aridez alcarreña. Reconozco, no obstante, que no me sorprende. Conozco al artífice, a la persona que lleva años ideando el futuro del municipio, siempre con un proyecto en la cabeza, o varios, que sirvan para recuperar la vida que antaño tuvo. Lo que no entiendo es cómo los medios de comunicación, con sus largos tentáculos, han tardado tanto tiempo en darse cuenta del enorme tesoro que hay en los aledaños de la CM-310, entre Huete y Cañaveras.


La Alcarria es zona de cuevas, antiguamente usadas para residir o elaborar y trasegar vino, y Olmeda no es una excepción, aunque no son tan abundantes como en otros municipios de la zona, como Torralba, Cuevas de Velasco o Villar del Infantado, por poner tres ejemplos. No obstante, su imbricación en el paisaje urbano es totalmente diferente, conformando un conglomerado digno de conocerse y disfrutarse.


Olmeda de la Cuesta ha alcanzado algo de fama en los últimos tiempos por llenar sus calles con collages e imágenes de antiguos anuncios que todos hemos visto en alguna ocasión, pasando a considerarse un museo de la publicidad al aire libre. Siendo esta una iniciativa ingeniosa y llena de creatividad, debe decirse que es la penúltima de una amplia lista de iniciativas realizadas por quien fue su alcalde hasta 2023, José Luis Regacho Duque, un tipo lleno de inquietudes, de ideas, de bondad, de sentido común y locura a partes iguales, y de coraje, que inició su proyecto cuando nadie hablaba de despoblación, cuando el desarrollo rural estaba en pañales y el futuro de los pequeños pueblos era poco menos que el sueño de unos Quijotes venidos a menos. De esta forma, con ingenio, inició la construcción de esculturas que se ensamblaban en el paisaje; consiguió árboles singulares, de diferentes especies, con significados llamativos (un esqueje del árbol del Guernica, de un olivo de Getsemaní,…); plantó árboles a los que apadrinan las familias del municipio y dio forma a edificios y calles con una nomenclatura propia.

El pueblo se muestra limpio, cuidado y silencioso. Apenas unos golpes de martillos, el sonido metálico de las barras que darán soporte al tejado en varias obras que se distribuyen por todo el municipio y, como complemento, alguna hormigonera. Señales de vida cómplice con un desarrollo pausado pero firme. 

Me gusta perderme por las calles de los pueblos que visito porque sé que antes o después encontraré el camino de regreso. Es la mejor manera de conocer un lugar. Y, además, cuento con la ventaja de que la cobertura del móvil es excelsa, por si tuviera que recurrir a Google Maps, algo impensable en estos ámbitos hasta no hace mucho. ¿Quién dijo que no se puede teletrabajar en estos parajes?

Cada calle, cada rincón, cada plaza es una oda al buen gusto y a las gentes del pueblo. A cada paso me acompaña una adecuada mezcla de murales publicitarios; esculturas de múltiples formas; árboles de muy diferentes especies a los que apadrinan familias y personas individuales, cuyo nombre figua a los pies de los mismos; nomenclatura de calles a juego con el conjunto; focos de diferentes tamaños que alumbran la oscuridad de los nuevos espacios; jardines bien cuidados en los que se aprovecha hasta las bocas rotas de las tinajas de barro; asientos de madera y esparto, de los que abundaban en las cocinillas al albur de las lumbres, que sujetan macetas; calles en las que se mezclan construcciones antiguas con espacios que homenajean al pueblo, a sus gentes y a sus tradiciones; letreros que recuerdan el pasado de los edificios en que se ubican; y, por encima de todo, un escrupuloso respeto a lo que representa el pueblo y el ansia por atraer a nuevos pobladores. En definitiva, un homenaje al progreso anhelado que parte de una estética novedosa y atractiva y se pierde en la inagotable imaginación de sus creadores. Sólo me ha faltado un bar en el que poder devolver una parte de lo que me ha dado el pueblo, porque no dejo de sentirme culpable cada vez que visito espacios rurales que me llenan hasta límites insospechados y no puedo tomarme un simple café y una tostada; pagos sencillos que ponen un ínfimo grano de arena en la construcción del porvenir, del que me gusta formar parte.

          Vuelvo a acordarme del Viaje a La Alcarria de Cela y me pregunto por qué a la gente no le da la gana viajar a esta zona. Tiene parajes maravillosos, rutas llenas de encanto, pueblos con una gran historia y gente amable y acogedora. Tal vez deberían darle el beneficio de la duda.

Dejo Olmeda de la Cuesta con la idea de regresar, comprobar los pasos que se van gestando y las nuevas realidades que convergerán en un, espero, futuro con casas llenas y niños corriendo por las calles. Y, al menos, un bar en el que poder desayunar y departir con las gentes que lo pueblen. Confío en ello.

Podéis ver más fotos de Olmeda de la Cuesta en el siguiente enlace:

Olmeda de la Cuesta


 

2022/03/06

Rada de Haro, un rincón para pensar.

En Rada de Haro no hay mucho que ver, pero hay mucho que aprender. Y repensar.

Viniendo de Belmonte, de Carrascosa de Haro o de La Alberca de Záncara, Rada se aparece como un minúsculo oasis a la espalda de cualquier atisbo de civilización, en mitad de un cruce de caminos que atraviesa La Mancha de noroeste a sureste, revelando secretos y humedales más de antaño que de ahora. 


He recorrido buena parte de sus calles y plazas. Están limpias, bien acondicionadas, con un respeto casi reverencial por lo que fue, pero sobre todo por lo que quieren llegar a ser. Vías largas, anchas en ocasiones, que atraviesan el pueblo y muestran sin pudor sus recovecos. 

Adoro recorrer estas pequeñas localidades en días nublados, con alguna gota a destiempo, el cielo encapotado, el frío atravesando las capas de mis ropas de abrigo y la soledad como única compañera. Es la mejor manera de descubrir, y conocer, esos menudos tesoros que son las vidas y futuros de cada lugar. Tengo claro que la primavera y el verano muestran realidades maquilladas, tal vez demasiado, y aspiro a ver lo que hay, no lo que deseo que haya.

Entre colinas varias, Rada extiende sus calles en una especie de agradable sube y baja, sin estridencias, como pidiendo perdón por tener que esforzarnos en algún repecho, poco pronunciado. En contraposición su gente, que no es mucha pero la hay, se muestra amable, comunicativa, con ganas de hablar y contar, tal y como he comprobado nada más llegar, a la entrada. 

Varios trabajadores del centro de acogida para menores llegados solos a España charlan animadamente, sin prisas. Supongo que algún cigarrillo ha caído y se disponen a continuar con su labor. Nos saludamos y me preguntan. Les sorprende mi gusto por el turismo en el corazón de la despoblación pero lo agradecen;  siempre es mejor conocer la realidad de primera mano que dejarse convencer por las líneas editoriales sensacionalistas que quieren dar voz a sus intereses en forma de titulares espurios. 

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción
Les pregunto por su experiencia con los mal llamados MENAS. "Muchos que hubiera", me responden. Me cuentan cómo es la adaptación de los chicos, sus ganas de aprender, su enorme sacrificio, su bondad, el esfuerzo que le ponen a la construcción de su nueva vida... y los definen con dos conceptos: trabajadores y buenas personas. No es que me descoloque mucho. A mí no, pero tal vez sería necesario que much@s de l@s que enarbolan discursos de odio se pasasen por aquí y vieran esta realidad que es, sobre todo, sincera. Y se muestra desnuda. Porque quien me lo dice es alguien de Rada que ha vivido siempre allí y ha sido testigo del lento vaciado del pueblo. "Si no fuera por ellos, no habría nadie aquí". Ahora, además de ellos, han llegado dos o tres familias. No me detalla problemas ni conflictos; sólo me manifiesta un enorme agradecimiento. 

Le he dado las gracias por la charla y la información y le comento mi intención de recorrer el pueblo."No hay mucho que ver pero se agradece la visita. Espero que te guste". No se lo digo pero no es la primera vez que vengo a Rada de Haro. Para mí es como ese lugar arcano al que huyes cuando necesitas esconderte, el armario de Narnia que se abre a un nuevo mundo a apenas 15 minutos de casa. 

Siempre me llaman la atención las iglesias de los pueblos. Su arte y su tamaño cuentan muchas cosas del pasado. Y Rada debe tenerlo a raudales, a juzgar por la monumentalidad de su templo. Me parece enorme en comparación con la cantidad de personas que residen. Y aún así, no creo que la totalidad sea asidua dominguera a los sermones del pastor titular. 

El panel informativo del Grupo de Acción Local ADI Záncara me dice que el culto está dedicado a la Virgen de la Asunción y que su construcción data del siglo XVII, sobre los restos de la antigua iglesia, que pudo ser Románica o protogótica. Una construcción que se derribó porque ¡resultaba pequeña para la gente que residía! Me parece una broma de mal gusto, casi obscena. Si seguimos un planteamiento similar no quiero imaginar qué tocaría ahora... ¡Y en cuántos pueblos! 

Me gusta mucho el arte pero entiendo lo justo, aunque reconozco en la iglesia una planta de cruz latina con una bóveda de crucero (¡ay!, mis clases de arte de COU) y un exterior donde parece verse, sobre la puerta, la imagen de una Virgen en piedra. El Sr. Google me lo confirma. Una vez más pienso en la excelente cobertura que tienen nuestros pequeños pueblos. ¡Chúpate esa, medio urbano! Aquí también llega Spotify. ¡Y no se corta! ¿Quién dice que no se puede teletrabajar en la España no vaciada? 

Mi paseo hacia el coche me lleva a atravesar, nuevamente, todo el pueblo. Esta vez por un itinerario diferente. No oigo televisores en las casas sino conversaciones. Me gusta. Hay vida. Las palabras tranquilas traspasan las fachadas y llenan las calles de diálogos y murmullos, algo lejanos, y algún cuchicheo a mi paso. Imagino a las mujeres mayores, tras el reflejo del cristal, descorriendo levemente las cortinas para ver quién anda sus calles y telefoneándose entre ellas advirtiendo de la presencia de un extraño -en este caso, yo-. Es una costumbre extendida en los pequeños pueblos. Cuando hay algo anormal, por leve que sea, se avisa. Se llama autoprotección, o instinto de supervivencia. Y sí; a ti que estás leyendo esto también te pasará si te adentras en estos territorios. Por un momento la "amenaza fantasma" serás tú. 

He aparcado mi utilitario a la entrada del pueblo, en el parque aledaño al pequeño nudo de carreteras que acoge Rada. Es un paraje sencillo, precioso, de piedra y verde, y enormes árboles que ofrecen sombra abundante. Me parece un regalo para quiénes decidimos dejarnos caer por allí.


Los pueblos que optan por adecentar sus entradas son dignos de encomio. Es una especie de saludo con el que mostrar respeto a los visitantes. Un "bienvenid@s" distinguido, cargado de simbolismo y agradecimiento. Y como de bien nacidos es ser agradecidos, este pequeño rincón manchego lo es en su totalidad, a decir de su encare primero, con ese parque tan coqueto y un añadido reciente de ADI Záncara: un llamativo graffiti quijotesco que refiere las bondades de nuestros pueblos. Un mensaje claro y directo con el que el medio rural se revela. ¡Qué gran labor de promoción local hacen los Grupos de Desarrollo Rural! 

Rada de Haro es un rincón silencioso, cálido de formas y gentes. Agradecido con quienes les visitan y con aquéllos que lo eligieron como origen de su nueva vida. Con un pasado que salvaguardar, sin duda. Y con un presente expectante que, de seguir así, cimentará un gran futuro para tod@s. Tal vez se llame Paco, Ahmed, María o Yusuf, ¡qué más da! Importan las buenas personas y su compromiso. 

Es como para aprender y pensarlo. 

2020/12/09

Olmedilla de Eliz: en el límite.

La esencia de todas las cosas la encontramos en las acciones más sutiles, en actos cotidianos que nos acercan a realidades tangibles y sinceras, desprovistas de artificios que enmascaran contextos duros, inexplicablemente vivos, aunque sea con respiración asistida y la partida de defunción a falta de una simple firma.

Esa es la diferencia entre las estaciones de luz y las que nos llevan hacia el frío cuando se trata de conocer la realidad de nuestros pueblos: sencillamente, la certeza de la verdad cotidiana. Porque conocer la verdadera particularidad de éstos supone adentrarse en sus tripas cuando sus calles, plazas, esquinas y parques rezuman silencio; cuando abundan los silbidos de un viento que no cesa, aunque calme el tiempo, porque termina arrastrándolo todo, hasta las vivencias de quiénes una vez fueron; cuando dominan los espacios de vistas vacías entre rodapiés de azulete, fachadas empedradas y obras de nueva construcción que rompen armonías e identidades.

Soy amigo de visitar lugares que no aparecen entre el bullicio sapiente de quiénes se precian de conocer, abstraerme de la opinión oficial de los fulanos pensadores para construir la mía propia, sin que nadie tenga que darme instrucciones y encamine mis entenderas hacia la versión oficial por ser mayoría cualificada, que no conocedora. Por eso, porque necesito conocer realidades y sentir, me adentro en identidades rurales que se alejan de la nueva vorágine repobladora que se ha cimentado entre la amalgama de expertos que filosofan desde la esquina de un centro comercial o de una universidad, en campus llenos de ideas y faltos de experiencias.

A tal fin, algunos de mis breves espacios de recreo moran entre casas a medio derruir, calles con más contenedores que habitantes, casas de perennes persianas bajadas y protectores de puertas permanentes, y gatos, muchos gatos; tantos como para que el maullido se convierta en el idioma oficial de gran parte de los pueblos que salpican nuestras sierras, laderas y valles. 


Hace unos días pude visitar la localidad de Olmedilla de Eliz, en la Alcarria más profunda, situada entre la carretera nacional N-320 (desvío a Arrancacepas) y Olmeda de la Cuesta, en el recorrido que propone la vía provincial CUV-2122. Son los dominios antaño pertenecientes a Alvar Fáñez, sobrino del Cid, y a su descendiente, Fíes Yáñez (tenéis más información histórica en el siguiente enlace: http://cuencaculturaynaturaleza.blogspot.com/2015/07/olmedilla-de-eliz.html).

Según el Padrón Municipal de Habitantes del INE, a 1 de enero de 2019 Olmedilla de Eliz contaba con 15 habitantes, 10 hombres y 5 mujeres. Pero ya se sabe lo que sucede con los padrones: a veces la realidad no es como nos la cuentan. Y en este caso, estaría por afirmar que no son ni tan siquiera 15 quienes habitan, regularmente, la localidad, aunque terciando un año como 2020 todo es posible, gracias sobre todo a esta novedosa pandemia de COVID-19 que ha trastocado vidas, ilusiones y cercanías.

A Olmedilla se la intuye desde Castillo de Albaráñez –la localidad más cercana-, cuando alguna nave y su camposanto ofician de señuelo para advertirnos de su humilde presencia, escondida tras un cerro, caída hacia el valle del río Viejo, afluente del Guadiela.

La localidad me recibe con un cielo plomizo, con lluvia fina de esa que va y viene, y un aire distraído, como de figurante de película. Sus calles están vacías y no se ve vida por ningún rincón, aunque tras aparcar el coche en la plaza percibo el sonido de una hormigonera, de las de obra pequeña, que se extiende por todo el pueblo. Es la única presencia humana que puedo apreciar, junto a algún coche estacionado en la vía pública y alguna puerta abierta de par en par, sin importar quien pueda importunar a esas horas, casi con la certeza de que nadie, salvo algún conocido, decidirá allanar una propiedad privada en mitad de La Alcarria. ¡Con la de posibles que hay en la ciudad!

La calle de entrada, la Del Calvario, es casi recta, sin estridencias ni vaivenes. Atraviesa casi todo el pueblo y observo, mientras paseo tranquilo bien pertrechado de anorak y paraguas, varias de sus casas hundidas, o semiderruidas, con solares llenos de piedras y escasa visión de futuro. Me sorprende que sean varias y que la calle principal, la que debería albergar un aire de más tronío, por aquello del qué dirán, muestre con esa crudeza un encefalograma que se antoja, casi, plano. Pero como ya conozco la historia y a veces la cosa no es como empieza, decido continuar mi recorrido, haciendo caso omiso a inmisericordes opiniones.

Olmedilla de Eliz tiene un edificio consistorial que rompe cualquier estética que pueda albergar el municipio. No soy un entendido en arquitectura; ni tan siquiera un aficionado, pero no hace falta serlo para saber que el edificio está allí como de prestado, con sus banderas y sus rejas castellanas, supongo que por lo de dotarlo de algo de la tierra, y un toque como de ciudad. Resulta paradójico. Tal vez para advertir, a quien quiera que por allí ande, que sí, que eso es el Ayuntamiento. Al menos denota vida, y eso me vale.

Mi paseo huele a leña. Es un olor conocido que me transporta a mi niñez, cuando las calles de Tresjuncos, o de Pedro Muñoz cuando visitaba a mis abuelos, desprendían ese aroma a encina, a oliva y a cepas de viñas. Esos tiempos en que el calor del hogar dependía del acopio de los restos de poda, y si había suerte de la limpieza de los montes. Un aroma que me recuerda a las tradicionales matanzas porcinas invernales con mi abuelo, reconvertidos en días de fiesta, con aderezos propios de la Navidad, por lo que suponía para las reservas calóricas anuales de una familia humilde. Y mientras viajo en el tiempo, pienso en que cada día es más difícil percibir ese olor, tan propio de nuestros pueblos, tan ligado a jornadas alegres alrededor de una buena lumbre… y con tanta gente buena que ya no está.

Un olor que tiene su plasmación visual en una chimenea que consigo localizar, que desprende un humo blanco y excesivamente aromático, como pidiendo disculpas por enturbiar el ambiente limpio del pueblo, y se cuela entre las calles por efecto de la presión atmosférica; pues ya se sabe que cuando ésta es baja, el humo se arremolinea a ras de suelo y es indicativo de mal tiempo. Una señal más de que Olmedilla no está vacía.

Me sorprende el alto número de solares que pueblan sus calles, con restos a la vista de viviendas que antaño albergaron vida, como si nadie quisiera hacerse cargo de ellos y el tiempo fuese un martillo constante que destruye sin esperar nada nuevo a cambio. ¿Cómo podemos ser tan crueles con lo que un día formó parte de nuestro patrimonio familiar, con lo que un día dio cobijo a nuestros antepasados y forma parte, indefectiblemente, de nosotros? Dicen que cuando las familias crecen, a partir de las terceras generaciones, las casas familiares se convierten en una especie de primo lejano del que nadie quiere hacerse cargo, pues necesitan mantenimiento y un gasto regular para mantenerlas decentemente. Y a mi humilde entender, faltan ganas de conservar nuestro ascendente patrimonial doméstico y sobra altanería de capital, que es la que nos atrapa cuando nos convertimos en seres urbanos anónimos. La excepción se produce, no obstante, cuando el antaño cobijo sirve para generar unos eurillos extra. En casos así nadie renuncia a su ascendente rural. 

Siento una gran pena por el paisaje que me acompaña a lo largo de todo el recorrido, y no dejo de darle vueltas a los motivos por los que una persona, o varias, abandonan de manera tan drástica construcciones que, en el fondo, son recuerdos, vivencias, cariños y experiencias. Sí, desconozco las razones, pero me entristece profundamente lo que observo, como si hubiese una renuncia expresa al futuro y a la cotidianeidad de Olmedilla, y todo se fiara a espacios vacacionales breves. Y ni tan siquiera a eso.

Procuro desandar mis pasos en busca de la iglesia, que vislumbro en uno de los extremos del pueblo desde hace un rato. La rodea un muro de piedra, culminado en una puerta de hierro, cerrada a cal y canto con una cadena y un candado. Una gran placa, a la entrada, cortesía del Grupo de Acción Local CEDER Alcarria Conquense, me indica que se trata de la Iglesia en honor a San Andrés Apóstol. A simple vista, para los ojos de alguien inexperto como un servidor, el edificio se muestra añejo. El cartel me dice que existe constancia del mismo desde finales del siglo XVI, y que se produjeron añadidos posteriores. Me gustaría poder entrar y ver la iglesia en sus alrededores y en su interior, pero la cadena me lo impide –y no soy yo amigo de cruzar por dónde las razones me lo impiden o desaconsejan-. Y aun no siendo así, no sabría a quién pedirle la llave y si me la dejarían, por lo que decido ser práctico y fiarme de lo que recoge Miguel Romero Saiz en su obra “Pueblos de Cuenca”: “(…) la iglesia dedicada a San Andrés con ese retablo completo de dos cuerpos con columnas salomónicas en ese dorado de cierre de concha que le singulariza y su relieve del Buen Pastor con su túnica y su zamarra roja. Es una maravilla, tanto como ver la cantidad de tablas que encierra su Templo, Crucifixión, Cristo en todas sus posturas, su Caída, la Cruz, y luego esos Santos, San Bartolomé, San Matías, San Simón, y así, rodeados de madera en pequeños remates, sagrario, taburetes, armarios, cajonería, sillería y si cabe más, el púlpito de hierro forjado (…)”.

Mi credo hace tiempo que alcanzó la categoría de agnosticismo en grado sumo, casi en los límites con el ateísmo, pero no dejo de maravillarme por las joyas que la iglesia Católica dejó regadas por toda la geografía española, cual sello indeleble de su omnipotente poder en el transcurso de una historia que tiende a desprestigiar sus oscuros posicionamientos pasados en favor de los más acomodados. No obstante, convencimientos espirituales a un lado, los templos católicos son algunos de los mejores libros en que la historia y sus protagonistas dejaron escrito el devenir de los tiempos.

Me llama poderosamente la atención que la Iglesia, en lo que podrían ser parte de los cimientos en su parte oriental, tiene excavaciones que parecen ser cuevas. Desconozco si utilizadas como viviendas, bodegas o en algún otro uso, pero no deja de ser llamativa su ubicación, y no tanto su existencia, pues esta es zona de cuevas. La Alcarria está repleta de ellas, y Olmedilla de Eliz no es una excepción, buena parte de ellas ubicada en una pequeña ladera, frente al frontal norte de la Iglesia.

Me recreo en mi estancia por sus calles, buscando señales de su cotidianeidad más allá de los periodos festivos y estivales, pero me cuesta encontrarla salvo unas escasas muestras, a las que ya he hecho referencia, y un triciclo, desvencijado y viejo, tirado en uno de los numerosos solares que salpican el municipio. No obstante, algunas casas de nueva construcción, o restauradas de manera más acorde a los tiempos actuales, también surgen a mi encuentro.  Las veo orgullosas y bien plantadas, sabedoras de que son una especie en extinción en las calles de Olmedilla.

Me pregunto por las razones que llevan a los pueblos a estas situaciones, sobre todo cuando a escasos siete u ocho kilómetros, Olmeda de la Cuesta, que podría presentar características similares en cuanto a su composición y habitantes, lleva tiempo trabajando en busca de un progreso que se resiste a llegar; a cambio el pueblo destila un aroma a caballo entre la modernidad y la tradición que ha sido elogiado en numerosos foros y congresos; y merece ser visitado.

Olmedilla de Eliz es ese lugar de La Alcarria Conquense en que ésta se torna inacabable, indómita, misteriosa, seca y húmeda a la par, sobria y espléndida, con un paisaje y unos entramados casi vírgenes, poco modelados por la mano del hombre, que dejan entrever las venas de la despoblación de una manera descarnada y furiosa. Tal vez por eso su visita es obligada, aunque sirva únicamente para alimentar el alma, las sensaciones y las creencias.

Puedes una pequeña galería fotográfica en el siguiente enlace: 

Mi Web: Manuelju

Que el tiempo no os cambie.

2020/10/02

Torrubia del Campo, la magnificencia de la sencillez.

Entre Horcajo de Santiago y Tarancón, a espaldas de Fuente de Pedro Naharro y Almendros, está el municipio de Torrubia del Campo, un pueblo llano de calles estrechas y marcados recovecos que dan fe de un pasado ilustre y brillante que se recorre con un sencillo paseo. 

Torrubia del Campo está en la Mancha Alta, en Cuenca, pero por su disposición y edificación bien podría estar en el corazón de La Mancha; solo hace falta perderse por sus rincones para comprobarlo.

Iglesia de Nuestra Señora del Valle

Es una localidad que sorprende, no por nada en concreto sino por el todo que conforma el casco urbano, un entramado bien construido, cohesionado y bien ensamblado alrededor de diferentes plazas y espacios de sorprendente anchura, bien aprovechados, convivientes con una mayoría de calles y travesías quasi laberínticas. Contribuye a su disfrute la escasa presencia de cuestas y su facilidad para el paseo calmado, amén de un entorno urbano de pasado orgulloso, como así se desprende de los escudos que adornan algunas de sus fachadas, y casas amplias, de frontispicios despejados en las que conviven lo rural, lo manchego y lo actual a partes iguales. 
Escudo  nobiliario

A diferencia de otras localidades, Torrubia del Campo es un pueblo realmente agradable a la vista. Por su situación y distribución, desde luego, pero también por el aspecto que presenta el municipio: limpio, cuidado y en el que se observa un escrupuloso respeto de sus vecinos por el patrimonio común del que disponen. A ello contribuye el semblante que presentan espacios como la plaza del ayuntamiento, con la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Valle enfrente del edificio consistorial -convenientemente restaurado y que honra a las excelsas balconadas manchegas-; la plaza de D. Pedro Roca; el edificio que alberga el colegio de la localidad y el consultorio médico, junto a las antiguas casas de los maestros –hoy convenientemente recuperadas y hogar de varias familias-; la intersección entre las calles Cara de Dios y Castilla-La Mancha, que alberga un significativo tributo a las víctimas del atentado del 11-M de 2004 de Atocha, y en particular a uno de sus vecinos, fallecido en tan fatídico crimen; o la ermita de San Isidro, ejemplo típico de construcción religiosa del siglo XVII. 

Caminar las calles de Torrubia es disfrutar de escudos nobiliarios, en buen estado de conservación, vinculados a la Orden de Santiago o a familias de importancia suma en la historia del pueblo, y viviendas que transmiten aromas del pasado, a pesar de que las construcciones originales se hayan visto reformadas. 

Se trata de una visita obligada si incluimos en nuestro deleite la Iglesia de Nuestra Señora del Valle, a la que, personalmente, definiría como majestuosa y monumental. Datada en el siglo XIII, consta de una nave central con dos laterales, que se comunican entre sí por arcos. Presenta elementos románicos y góticos, estos últimos añadidos en las reformas efectuadas posteriormente, y portadas neoclásicas. Su interior alberga, incluso, pilastras con capiteles corintios. Factores, todos ellos, que se unen al destacado y excelso cuidado que le confieren sus vecinos, un elemento evidente a la vista del más neófito en estas cuestiones. 

No es esta última una cuestión baladí. El cariño hacia nuestras raíces se gana con el respeto debido a su patrimonio, a su historia y a la sociedad que lo sustenta. Y es evidente que los torrubianos hace tiempo que lo consiguieron. 

No es de extrañar, con tales antecedentes, que el pueblo luzca con orgullo infraestructuras que enriquecen el capital del municipio, poniendo en valor su particular lucha contra el despoblamiento, tan común y con tantos entendidos en los tiempos que corren. Y es que, a veces, las grandes guerras se vencen desde pequeñas batallas, desde sutiles gestos que engrandecen a sus instigadores, alejándose de los espacios de los grandes pensadores de esquina y barra de bar. 

A infraestructuras tales como la Casa de cultura, con su pequeña gran biblioteca; un imponente salón de actos, rehabilitado en los tiempos de la pandemia para hacer más llevadera la espera de los festejos; la vivienda de mayores, de próxima apertura y tan esencial para la vida del pueblo como el agua para los campos; un adecuado servicio de transporte público, que conecta al municipio con Tarancón –y por extensión, con Madrid- en un corto espacio de tiempo; o un incipiente impulso emprendedor entre quienes antaño partieron y deciden regresar, o nunca se fueron –como la Despensa de Torrubia, de Mari Jose-, se une un más que adecuado mantenimiento de los viales y las dependencias municipales, un interés constante por el bienestar común y una colaboración perenne de residentes y visitantes, con la única motivación de conseguir pequeños logros que conviertan a Torrubia en una localidad ideal para ser visitada, y por qué no, vivida a diario. 

Si tuviera que quedarme con un mensaje, sería que Torrubia del Campo merece conocerse, visitarse y dársele una oportunidad como lugar de residencia, porque a todo lo anterior se une la tranquilidad de vivir en un pequeño pueblo sin tener que renunciar a las comodidades más materiales de una ciudad de tamaño medio, situadas a un escaso cuarto de hora de distancia. 

Las grandes guerras se ganan con pequeñas batallas. Y en su particular guerra contra el destino rural, Torrubia del Campo ya ha iniciado sus ofensivas, en silencio, sin alborotos, sin estridencias. Pero con paso firme y con un objetivo que tienen muy claro sus generales

Torrubia del Campo es la magnificencia de la sencillez.

Puedes una pequeña galería fotográfica en el siguiente enlace: 

2020/03/25

Hoy Tresjuncos se emociona...

En la queda mañana de sábado aún se oyen risas que revelan los últimos coletazos de una noche de juerga y alcohol, otra de esas que pasan a los anales de la historia grupal y serán, más tarde que pronto, caldo de anecdotario atemporal en el jolgorio etílico futuro. 

La primera noche de la fiesta es así: divertida y pícara, musical, pasional, eterna… Difumina su atrevimiento en el ímpetu adolescente y el ahínco con que se da por zanjado, definitivamente, el invierno. La cuarentena de la cuadrilla, diluida entre la geografía española, llega a su primera estación de penitencia, usando la peana rural como soporte de un vía crucis al que aún le faltan tres meses para la llegada triunfal del advenimiento estival, ese por el que merece la pena el sacrificio. 

Las voces y las risas juveniles reciben a la mañana, entre los espasmos del rigor nocturno y el relente que todavía hace de las suyas, desoyendo el mensaje universal de mayo como profeta del Sol, y se mezclan con el deambular matutino de los madrugadores jornaleros del día, prestos a iniciar su jornada festiva en forma de bolsa de pan y café con leche en el Bar de la María Ángeles, mientras la plaza, todavía vestida con los restos de la guerra nocturna, es tomada por los miembros de la cofradía del pasacalle mañanero, engalanados para la ocasión. Frescos, lozanos, despejados, con alguna señal ojerosa que deja intuir un trasnocheo a destiempo y algún que otro remolino poco trabajado en el acicalado general. Habrá sido la falta de tiempo, seguramente. 

El cofrade mayor cohetero invade los cielos tresjunqueños con un sonoro trueno con aroma a pólvora, decretando el final de la noche y el inicio del Día Mayor. 

La banda conoce bien su oficio. Es rápida y ordenada en su preparación para la diana floreada, graduada cum laude en el conocimiento de sus instrumentos y decidida en su paso por las calles del Cerrete. Es digno de encomio su repertorio musical, adaptado a los gustos de los lugareños –que hoy nadie ejerce de forastero- y a las cuestas del pueblo, secreto bien conocido por el director de orquesta. Por eso se agradece su predisposición y buena elección melódica. Es más fácil desperezarse con los acordes de los hits que antaño hicieron disfrutar a nuestros predecesores en el ejercicio de la nacionalidad triunchense, nuestros antepasados, a los que una jornada más recordaremos con cariño y afecto. 

Vencido el susto inicial y el estruendo que aún retumba en nuestras cabezas por los afectos reencontrados, y convenientemente regados, es hora de acicalarse para acompañar el día. Hoy desfilarán modelos floreados, rasos o con volantes, acompañados del pertinente tacón, junto a corbatas y trajes adquiridos para la ocasión, para uso y disfrute de sujetos y espectadores, que hoy todos ejercemos de tal. 

La Plaza Mayor, nuevamente, recibe el final del pasacalle. Se han apagado las algarabías nocturnas; amanuenses del discurso televisivo, doctorados en tractología y algunos Mochufas se embisten, entre risas, con argumentarios de primero de opinión pública y suspensos en oratoria. Hoy todo se fía al fondo, nada a la forma. Tampoco es cuestión de cornear en los primeros pases, y menos cuando un par de horas más tarde la oratoria dará paso a las cervezas, las gambas y los calamares. 

La Plaza está expectante. Besos y abrazos son los protagonistas. Aventuran buena compañía, cariño y mucha emoción. Se mezclan los sentimientos y los recuerdos, y se lloran los últimos finados, quienes un año atrás compartían espacios y argumentos, y juraban que la vida había que vivirla convenientemente. 

Aparecen las Danzantas, casi todas ellas evangelizadas desde la distancia, de blanco inmaculado, brillantes, perfectas, repiqueteando sus castañuelas para dar cuenta de su presencia; las grandes protagonistas de la Fiesta, las fieles acompañantes del Cristo, la cantera interminable que ideó la Chon para gozo y disfrute de la Fiesta y sus fieles. 

El pueblo sube a riadas por la calle Mayor camino de la Placeta, lugar de encuentro tradicional e inicio, por los siglos, de los recorridos procesionales a lo largo y ancho del pueblo. 

Se mezclan saludos y nervios; se percibe solemnidad y algún tirito dental entre las chicas, fruto de la inquietud por el protagonismo sobrellevado que refieren las danzantas. 

La banda de música se acerca. Las notas de sus melodías se diluyen con la sonoridad seca de los cohetes. Los más pequeños se tapan los oídos. Otros, los menos, dejan escapar algún lloro. 

Hay emoción por lo que se avecina, y el camino hacia la Iglesia comienza a despejarse. 

Suena la dulzaina y el tambor. Las danzantas levantan los brazos y hacen sonar las castañuelas al ritmo de la caja de Estebillan, tamborilero perpetuo, dispuesto, siempre atento. 

Se ven sonrisas, se atisban nervios y aparece una legión de cámaras fotográficas y teléfonos móviles, dejando muestras de que este año, como tantos otros, el Cristo volverá a estar bien acompañado. 

Es menester abrir paso en la Plaza, repleta como siempre, esperando el paso acompasado de las danzantas y autoridades quienes, junto a la banda de música y la cofradía de la silla, conforman un numeroso grupo. 

La Iglesia se agranda. Repican las campanas, se intensifica la pólvora en el cielo tresjunqueño, se solemniza la partitura… nervios. 

Hoy nuestro Cristo se regocijará con los dichos de sus danzantas. Hoy Tresjuncos, una vez más, llorará de emoción con los recuerdos versados de nuestras chicas, aflorando ánimos y sentimientos que solo entendemos nosotros, los que fuimos bautizados en la fe tresjunqueña. 

Hoy será especial porque es el día grande de la fiesta de Nuestro Cristo del Pozo.