“La Alcarria es un
hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”.
Camilo
José Cela.
No figura Cela entre mis autores
predilectos, ni tan siquiera entre la pléyade de escritores a los que sigo en
mis ratos de asueto literario, a los que procuro hacerles un seguimiento
permanente una vez han dejado constancia de su proverbial pluma en mi bagaje
personal. Y, aun así, ratificándome en la frase con la que abro este texto, “Viaje
a la Alcarria” no deja de ser uno de mis libros de referencia. Quizá sea por la
historia que cuenta; o tal vez sea por cómo lo cuenta. De lo que sí estoy
seguro es que me apasiona por los lugares que recorre y su espléndido retrato de
la realidad coyuntural que vivió Cela en aquella España Rural de 1946, quizá
aún vigente en muchos lugares de esta parte de Castilla que muchos,
erróneamente, conocen como España Vaciada.
Los
libros nos eligen a nosotros, y no al revés.
Algo parecido decía Carlos Ruíz Zafón en
“La sombra del viento” (cito de memoria), un libro que leí en la noche de los
tiempos y que marcó parte de la última etapa de mi juventud. Aún hoy, entre mis
propósitos de año nuevo mantengo la esperanza de una nueva visita a la vida y
milagros de Julián Carax que anhela conocer Daniel Sempere. Pero, volviendo a
Cela, suscribo al 100% la afirmación referida. Fue “Viaje a La Alcarria” quien
me eligió a mí; no yo a ella. Tal vez porque una parte de mi yo es feliz cuando
vislumbro la orografía alcarreña. O por lo misteriosos que me resultan sus
caminos y paisajes. Sea como fuere, es una zona en la que disfruto y que me permite
poner en el debe del Premio Nobel de Iria Flavia su limitada visión de tan
maravillosa comarca, que no se ciñe solo a la provincia de Guadalajara. Madrid
y Cuenca son las otras dos provincias en las que La Alcarria extiende sus
redes, dividiendo los terrenos serranos del Sistema Ibérico con las Llanuras
Manchegas.
En algo sí estoy de acuerdo con Cela: La
Alcarria es un país al que la gente no le da la gana ir, pero que merece una, o
varias, visitas. Por eso, cuando los caprichos del tiempo y la vida familiar me
lo permiten, me adentro en territorios inhóspitos para el común de los mortales,
espacios que antaño fueron considerados lugares de partida sin regreso, pueblos
de origen con futuros inciertos de los que parecía más prudente abjurar por
miedo a ser considerados, en la gran urbe, pueblerinos con ínfulas de grandeza.
De los pueblos había que salir porque no había futuro. Y La Alcarria no sólo no
fue una excepción, sino que pagó un alto precio a cambio de inciertas
oportunidades con resultados dispares.
Esa Alcarria, la que visito, en la provincia de Cuenca, es en la actualidad uno de los territorios más despoblados de Castilla-La Mancha, de España y de Europa, una de las zonas consideradas desierto demográfico por la Unión Europea que merecen conocerse, visitarse y, sobre todo, mejor suerte para el futuro. Por eso, en días pasados, me dio la gana de volver a recorrer esas tierras, con un agradable paseo por la localidad de Olmeda de la Cuesta, en el corazón de la Alcarria conquense.
He dejado el coche a la entrada del
pueblo, en una de las calles que da acceso a la plaza Mayor.
Me recibe una mañana de otoño tibia, con
un sol tenue que lucha por quitarse de encima algunas nubes propias de la época,
pero al que alguna que otra brisa le resta unos grados. Se agradece el sol
cuando aparece, aunque reconozco que el otoño es mi estación favorita. Sus
estampas son inigualables, y en el entorno de Olmeda de la Cuesta lo son aún más.
He visitado el pueblo en varias
ocasiones, siempre como parte de alguna obligación profesional. Esta vez será
diferente, y voy a disfrutarlo.
Me gusta aspirar el aire del lugar cuando bajo del coche. Es fresco y limpio. Se agradece. En el olor percibo una mezcla de humedad -relente que diría mi madre-, frío y leña, dejando constancia de que, aunque con escasos habitantes, en el pueblo hay gente. Por eso me niego a llamar a esta parte de mi país España Vaciada, o España Vacía, como hiciera Sergio del Molino, porque tal vez esté poco habitada pero no está vacía, ni de gente ni de ideas, que es el motivo principal por el que visito este pueblo.
Olmeda de la Cuesta es un ejemplo de buenas prácticas en el medio rural; una especie de banco de pruebas en una comarca semi olvidada que ha pasado a convertirse en algo así como un pueblo- museo al raso; un lugar para recordar en mitad de la aridez alcarreña. Reconozco, no obstante, que no me sorprende. Conozco al artífice, a la persona que lleva años ideando el futuro del municipio, siempre con un proyecto en la cabeza, o varios, que sirvan para recuperar la vida que antaño tuvo. Lo que no entiendo es cómo los medios de comunicación, con sus largos tentáculos, han tardado tanto tiempo en darse cuenta del enorme tesoro que hay en los aledaños de la CM-310, entre Huete y Cañaveras.
La Alcarria es zona de cuevas,
antiguamente usadas para residir o elaborar y trasegar vino, y Olmeda no es una
excepción, aunque no son tan abundantes como en otros municipios de la zona,
como Torralba, Cuevas de Velasco o Villar del Infantado, por poner tres
ejemplos. No obstante, su imbricación en el paisaje urbano es totalmente
diferente, conformando un conglomerado digno de conocerse y disfrutarse.
Olmeda de la Cuesta ha alcanzado algo de
fama en los últimos tiempos por llenar sus calles con collages e imágenes de
antiguos anuncios que todos hemos visto en alguna ocasión, pasando a considerarse
un museo de la publicidad al aire libre. Siendo esta una iniciativa ingeniosa y
llena de creatividad, debe decirse que es la penúltima de una amplia lista de
iniciativas realizadas por quien fue su alcalde hasta 2023, José Luis Regacho
Duque, un tipo lleno de inquietudes, de ideas, de bondad, de sentido común y
locura a partes iguales, y de coraje, que inició su proyecto cuando nadie
hablaba de despoblación, cuando el desarrollo rural estaba en pañales y el
futuro de los pequeños pueblos era poco menos que el sueño de unos Quijotes
venidos a menos. De esta forma, con ingenio, inició la construcción de
esculturas que se ensamblaban en el paisaje; consiguió árboles singulares, de
diferentes especies, con significados llamativos (un esqueje del árbol del Guernica,
de un olivo de Getsemaní,…); plantó árboles a los que apadrinan las familias del municipio y dio forma a edificios y calles con una
nomenclatura propia.
El pueblo se muestra limpio, cuidado y silencioso. Apenas unos golpes de martillos, el sonido metálico de las barras que darán soporte al tejado en varias obras que se distribuyen por todo el municipio y, como complemento, alguna hormigonera. Señales de vida cómplice con un desarrollo pausado pero firme.
Me gusta perderme por las calles de los pueblos que visito porque sé que
antes o después encontraré el camino de regreso. Es la mejor manera de conocer
un lugar. Y, además, cuento con la ventaja de que la cobertura del móvil es
excelsa, por si tuviera que recurrir a Google Maps, algo impensable en estos
ámbitos hasta no hace mucho. ¿Quién dijo que no se puede teletrabajar en estos
parajes?
Cada calle, cada rincón, cada plaza es
una oda al buen gusto y a las gentes del pueblo. A cada paso me acompaña una adecuada mezcla de murales
publicitarios; esculturas de múltiples formas; árboles de muy diferentes
especies a los que apadrinan familias y personas individuales, cuyo nombre figua a los pies de los mismos; nomenclatura de calles a juego con el conjunto; focos de diferentes
tamaños que alumbran la oscuridad de los nuevos espacios; jardines bien
cuidados en los que se aprovecha hasta las bocas rotas de las tinajas de barro;
asientos de madera y esparto, de los que abundaban en las cocinillas al albur
de las lumbres, que sujetan macetas; calles en las que se mezclan
construcciones antiguas con espacios que homenajean al pueblo, a sus gentes y a
sus tradiciones; letreros que recuerdan el pasado de los edificios en que se
ubican; y, por encima de todo, un escrupuloso respeto a lo que representa el
pueblo y el ansia por atraer a nuevos pobladores. En definitiva, un homenaje al
progreso anhelado que parte de una estética novedosa y atractiva y se pierde en
la inagotable imaginación de sus creadores. Sólo me ha faltado un bar en el que
poder devolver una parte de lo que me ha dado el pueblo, porque no dejo de
sentirme culpable cada vez que visito espacios rurales que me llenan hasta
límites insospechados y no puedo tomarme un simple café y una tostada; pagos
sencillos que ponen un ínfimo grano de arena en la construcción del porvenir,
del que me gusta formar parte.
Dejo Olmeda de la Cuesta con la idea de regresar, comprobar los pasos que se van gestando y las nuevas realidades que convergerán en un, espero, futuro con casas llenas y niños corriendo por las calles. Y, al menos, un bar en el que poder desayunar y departir con las gentes que lo pueblen. Confío en ello.
Podéis ver más fotos de Olmeda de la Cuesta en el siguiente enlace: